Pasé mucho frío en todas las ascensiones, que tuvieron lugar en la segunda semana de julio, tanto que a partir de la tercera decidí abrigarme con el maillot de invierno. La Col de Moutière (2.454 metros de altura) es un paso poco transitado, muy desconocido por los ciclistas, pero maravilloso. Como me pasó con la Fauniera, las altimetrías publicadas no dan una idea exacta de lo que es esa exigente montaña, en la que el porcentaje de ascensión se queda clavado en el 15% en numerosos tramos de la parte más elevada, donde las ardillas, las liebres y las marmotas cruzan tranquilas y continuamente el asfalto dado el escaso tráfico que hay por allí. Es tan desconocida que ni siquiera hay un cartel (o yo no lo vi) que indique que estás en lo alto de ese puerto. Cercano a la Bonette, el panorama desde allí es increíble, aunque este año se veían las laderas de la cordillera peladas de nieve debido a las altas temperaturas.
La Fauniera (2.511 metros), esta en Italia, es otro monstruo complicado de subir pero que merece la pena por la belleza del paisaje y por sentir que se ha vencido semejante altura. Y si estás a punto de cumplir los 61, la sensación es de euforia. Arriba, una estatua recuerda a Pantani, alabado sea el Pirata.
Dentro del menú de cinco cimas de más de 2.000 metros de este año, el Col d'Allos (2.247 metros) se antojaba (y lo fue) de los más fáciles de subir. Lo descarté durante un par de años porque su carretera desde Barcelonnette estaba cerrada a causa de un desprendimiento, pero este año al fin lo abrieron (poco antes). El paisaje hasta la cumbre es de lo más bonito que he visto. Una gozada entre cañones y el río. También lo es el del Col de la Cayolle (2.326 metros), muy largo (30 kilómetros) pero sencillo de ascender (y también con la presencia de ardillas y marmotas que se cruzan por el camino).
El que más miedo me daba era el Col de la Bonette (2.808 metros), que no tenía previsto inicialmente pero que al final, ya que la tenía al lado, decidí subir. Ya lo hice anteriormente dos veces por la cara sur. La primera vez fue terrible. Llegué arriba (al paso, pero no a la otra cima 'inventada' a u kilómetro para que oficialmente sea el puerto más alto de Europa; la Veleta es 500 metros más alta, pero no es un paso ni puerto, sino una cima) de milagro, con una fatiga terrible y unas rampas muy dolorosas en las piernas, fruto de una enfermedad. Pasé entonces todo el siguiente año preparando la vuelta, centrado sólo en ello. En 2016 la subí, ya recuperado, con rabia, hasta el final, hasta los 2.808 metros, sin desfallecer, y me quité ese peso de encima.
Pero debido a lo que pasé en 2015, aún temo esa montaña. Por eso la subí esta vez con reparos. Pero poco a poco, conforme la ascendía, me di cuenta de que, de nuevo, no tendría problemas para llegar a la cumbre. Lo hice acompañado de tres veinteañeros, satisfecho, especialmente, porque creo que este no fue el último baile... salvo imprevistos de la edad.
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