Iba a llamar a este verano ‘dieci duemila’ o ‘dix deux mille’
porque hace diez años empecé a escalar montañas de más de 2.000
metros (la primera fue el Tourmalet) y porque la intención era
escalar diez montañas que tuvieran una altura similar. Pero se
produjo un contratiempo que trastocó los planes iniciales. Tuve que
improvisar.
Primero fui a los Pirineos, donde hacía tiempo que deseaba subir unos cuantos puertos, entre ellos el mítico Col de Portet, de 2.215 metros, pendiente media del 8,3% y porcentajes máximos del 12,5%. Hacía mucho frío y niebla, así que tuve que abrigarme. No se veía más allá de 200 metros. Lloviznaba y eso provocó un efecto indeseable y bastante asqueroso en esa pista, que cabras, ovejas y, sobre todo, vacas, atraviesan constantemente pues es su zona de pastoreo. Nada les impide defecar sobre el asfalto, por donde pasan vehículos que pisan las plastas, que con la lluvia se desmenuzan o hacen papilla fácilmente. Resultado: desde la desviación del Pla d’Adet el asfalto estaba cubierto por una gruesa capa semilíquida de material fecal que se prolongaba hasta la cima. Era imposible sortearla. Las ruedas la atravesaron al subir y luego al bajar. Así que es fácil imaginar cómo acabó la bici, el sillín, el coulotte y el maillot. Hasta el casco. La ascensión no da respiro. Desde los primeros metros hasta los últimos es muy dura, con cuatro kilómetros iniciales que oscilan entre el 9,5% y el 11%, otro kilómetro intermedio más al 10%, cuatro del 9% y la traca final del 9,5% de los dos últimos kilómetros.
La siguiente subida fue la del Cirque de Troumouse, muy larga, de 2.103 metros de altura y porcentajes máximos del 12%. Es el típico puerto cuya altimetría engaña: hay tramos relativamente suaves en los que, repentinamente, surgen pendientes con porcentajes superiores al 10%, de manera que la media, no muy excesiva, no refleja su dureza. Eso sí, es una ascensión preciosa, sobre todo el final, tres kilómetros al 9,5% que acaban en ese circo geológico y por donde está prohibido el paso de automóviles. Una mañana después subí el Lac d’Aumar, de 2.195 metros y pendientes que llegan al 13%. Es duro, pero no es tan exigente como el Portet. Si Troumouse es bonito (de Portet no puedo hablar porque la niebla impedía ver el entorno), esta ascensión lo es aún más. En los últimos cuatro kilometros, desde el Lac d’Orédon, sólo circulan vehículos a motor autorizados y la carretera acaba en un lago y un entorno preciosos. El col del Lac de Cap de Long, justo al lado, lo dejo para otra ocasión. De no haber surgido aquel contratiempo, luego tendría que haberme dirigido a los Alpes, pero las circunstancias nos obligaron a volver a casa. Allí, para intentar arreglar en lo posible la situación, decidí viajar cerca, a Teruel, para escalar tres montañas que tenía apuntadas hacía tiempo pero para las que nunca surgía la oportunidad. Coincidió con el episodio más tórrido del verano. Había tal calima que no se veían ni las montañas situadas a 500 metros. Con base en Mora de Rubielos, primero subí a la estación de esquí de Valdelinares: 27 kilómetros de ascensión hasta llegar a los 1.973 metros. Los últimos cinco kilómetros, con tramos del 10 al 12%, como en la subida al alto de San Rafael, justo en la mitad del recorrido.
Después de haber estado en los Pirineos me supo a poco, igual que la escalada dos días más tarde a la estación de esquí de Javalambre (1.854 metros), muy muy suave. Muy distinto fue el Pico del Buitre, la ascensión hasta el Observatorio Astrofísico de Javalambre, que hice entre aquellas dos etapas a las estaciones de esquí situadas a ambos lados de la autovía Mudéjar. Es brutal y no me extraña que se convirtiera, unos días más tarde, en uno de los etapones de la Vuelta: 1.956 metros de altura. Sus últimos siete kilómetros son terribles, con pendientes que van del 12% al 16% y tramos cuya media es del 9,7%, 9,8%, 10,3% y 11,4%. En el último kilómetros hay dos picos del 10 y del 15% que te rematan. No descansas ni un momento. La calima era tan bestial que apenas se veían las montañas de los alrededores.
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