Regreso a los Alpes en junio previo
paso por el Mont Ventoux, que deseaba ascender desde hacía mucho
tiempo. Lo subí el 23 de junio, desde los prados de lavanda típicos
de la Provenza que hay en los alrededores de Sault hasta las peladas
laderas de la cumbre, a 1.912 metros. Al ser domingo había decenas
de ciclistas ascendiendo. Hacía calor, aunque lo peor estaba por
venir.
La jornada siguiente me saqué una
espina clavada en 2015: el Izoard (2.360 metros), que aunque lo
completé cuatro años antes, lo hice sufriendo, casi arrastrándome,
debido a una enfermedad de la que no me recuperé hasta abril de
2016. Esta vez, con mis facultades físicas al 100%, sin dolores ni
infecciones, lo superé sin dificultad. Como era lunes, fui el
primero en llegar desde Guillestre y apenas me crucé con otros
ciclistas.
Comenzó entonces la ola de calor. El
24 de junio le tocó al Gran San Bernardo (ya en Italia y en la
frontera con Suiza), un coloso de 2.473 metros al que se llega tras
una eterna ascensión de casi 30 kilómetros, aunque sus últimos 19
kilómetros son los más bellos. En la cumbre aún había mucha
nieve, que debido a las altas temperaturas se derretía rápidamente
y creaba regueros en la carretera. El lago estaba aún helado. Y
también vi, no sé si fue casual, media docena de perros de la raza
San Bernardo. Me hice un selfie con uno.
El 25 de junio, el Sanetsch (2.242 m),
en Suiza, una de las ascensiones más bonitas (y más duras) que
conozco. Muchísimo calor, pese a que lo subí muy temprano. No me
crucé con nadie, quizás por ser una cima bastante desconocida.
Arriba, el deshielo era brutal: poco antes de llegar, la carretera
parecía un río. El calor era tan sofocante que un diario tituló en
portada 'El cambio climático se instala en Suiza'. A las 16 horas
era imposible pasear por las calles de Sion.
Y vuelta a los Pirineos (en agosto)
para cumplir dos asignaturas pendientes. La primera, subir el
Tourmalet (7 de agosto) por la cara oeste, desde Luz Saint Savour,
que no pude hacer un año antes debido a que el puerto estaba aún
cerrado por acumulación de nieve. Son 19 kilómetros muy duros,
especialmente las rampas finales. La ascensión poco tiene que ver
con la de la cara este.
La otra asignatura pendiente era el Col
de Tentes: en mayo de 2018 sólo pude llegar hasta los 2.100 metros
debido a que una capa de casi tres metros de nieve impedía continuar
hasta la cima. Esta vez completé esta bellísima ascensión (2.322
m), pese a las rachas de viento de 60 kilómetros por hora de cara y
a las vacas y ovejas que se interponían en el camino.