
Subí la Bonette como pude, hasta los 2.700 metros, pero decidí no hacer el último kilómetro, una desviación que hay hasta la verdadera cumbre, un desierto de roca negra. Arriba llegué agotado, muerto de frío y mareado debido al mal de montaña, que se siente desde los 2.200 metros de altura. Un eccehomo, vamos. Izoard lo ascendí en condiciones similares, pero las siguientes jornadas, aun no hallándome totalmente recuperado, superé con menos problemas el Galibier, el Iseran, la Madeleine y el Glandon. ¿Cómo? Ni idea. Incluso estaba dispuesto a suspender la ruta en caso de que se repitiera lo sucedido en la Bonette, pero como fui mejorando opté por seguir.
Subir esas montañas
entrenando solo en Ibiza no es fácil: ni la altura es la misma (en
la isla no se supera, en carretera, los 300 metros de altitud) ni la
pendiente tiene semejante continuidad. En los Alpes, cada ascensión
tiene más de 20 kilómetros continuos de ascensión (26 en la
Bonette) con pendientes que raramente bajan del 7%. En Ibiza tuve que
ingeniármelas para cubrir tramos similares, por ejemplo ascendiendo
la misma montaña cuatro o cinco veces seguidas. Aburrido, pero
eficaz vistos los resultados. El problema es que hay partes de
descanso (las bajadas), de manera que siempre queda la duda de si en
el escenario alpino el cuerpo responderá como sería deseable. Este
año también tenía la duda de si los cinco kilos que había perdido
en los últimos dos meses (por circunstancias sobrevenidas) me
restarían fuerzas o impedirían culminar esa ruta. Casi que me vino
bien: mi delgadez era extrema, pero volaba en la bici.
Mi cuerpo respondió. Las
sensaciones desde el principio fueron totalmente distintas a las de
2015: ni debilidad ni tirones ni dolores, lo que dio paso a una
sensación de euforia, algo que hay que contener para dosificar bien
las fuerzas. En esas alturas, venirse arriba (nunca mejor dicho) es
muy peligroso. Y esta vez ni siquiera sentí el mal de montaña. Subí
solo, unicamente me crucé con algunos ciclistas que ya bajaban.
Apenas había vehículos, por lo que desde los 2.000 metros de
altitud vi numerosas marmotas, a veces pequeñas familias. Y un
silencio absoluto.
Recordaba cada tramo de un
año atrás. El viento arreció, como en 2015, a partir de los 2.000
metros, cuando no queda rastro del bosque y comienza la montaña
pelada, primero alfombrada por pastos, luego roca y tierra desnuda
cubierta a veces por blancos neveros. Y cuanto más se asciende, más
frío. Con el esfuerzo apenas se siente, salvo cuando el viento da de
cara o costado.
Llegué a la primera
cumbre de la Bonette en condiciones totalmente distintas a las de 12
meses antes, cuando no tuve más remedio que echarme en el suelo para
recuperarme porque temía desvanecerme. Esta vez no paré: continué
hacia la segunda meta, un kilómetro más arriba, con una pendiente
media del 10% y tramos del 16%. No es fácil completar esos últimos
1.000 metros a esa altura, ya cansado por la ascensión previa y con
un frío del carajo. Por la cuneta corre un reguero de agua negra, la
que se derrite de la abundante nieve acumulada y que se filtra por
ese terreno oscuro. A los 2.808 metros, la cumbre, la más alta que
se ha subido en el Tour, y rodeado de nubes pasé al fin página al
mal trago del año pasado.
La bajada fue complicada
por el frío, cinco grados hasta llegar a los 2.000 metros. Aunque
había amarrado un impermeable al cuadro, no era suficiente y las
extremidades superiores se me entumecieron. Un mal menor tras el
gustazo de haber coronado la Bonette con éxito. Bajé con una
sonrisa en la boca por la satisfacción de haber pasado página.
30 de junio. Segunda etapa
alpina: ascensión al Agnello (frontera entre Francia e Italia),
2.740 metros de altura
Igual que el primer día,
la ansiedad era tal que en vez de esperar a la madrugada del día
siguiente me lancé por la tarde a por la siguiente cumbre, el
Agnello, de 2.740 metros de altura. Cayó por la mañana una tormenta
de aúpa, pero a primeras horas de la tarde despejó, momento en que,
vista esa ventana abierta, decidí montar en la bici. “Cuidado que
volverá a caer una gorda”, me advirtió un ciclista francés. El
valle empezó a oscurecerse en esos momentos y los relámpagos lo
cruzaban de lado a lado, como látigos blancos. Justo en la base de
la montaña, cuando empieza la escalada, tuve que refugiarme bajo un
tejado. Diluvió durante una hora. Pensé que si no paraba, y dada la
hora que era, tendría que anular la subida, pero se abrió un claro
y lo aproveché para continuar, pese a que aún chispeaba y hacía
cada vez más frío: solo llevaba un maillot corto y el impermeable.


Pero todo ese frío se
olvida a un kilómetro de la meta, cuando sabes que lo vas a
conseguir, que el reto lo tienes al alcance de unas cuantas pedaladas
más y que tu cuerpo responde perfectamente, incluso que el corazón
no late desbocado, lo cual no está mal cuando estás a punto de
cumplir 52 años. Es una sensación única. Estás a 2.700 metros de
altura, totalmente solo, en la frontera entre Francia e Italia, con
el imponente Monviso a tiro de piedra, con ráfagas que te podrían
tirar montaña abajo, rodeado de nieve, pero absolutamente
satisfecho, en plenitud. ¿Por qué merece la pena semejante
esfuerzo? Para sentir ese subidón único, esa felicidad que por
momentos hace olvidar todas las miserias. Entreno durante todo el año
para experimentar esa plenitud.
De nuevo me congelé en la
bajada. Al menos, el chubasquero me cubrió de la lluvia, que volvió
a arreciar. Subí, como en la Bonette, solo. No me crucé con nadie
más en la bajada, quizás porque era demasiado tarde y lo lógico
habría sido esperar al día siguiente. Pero yo es que veo una
montaña y me vengo arriba. Me creo Eddy Merckx.
2 de julio. Tercera etapa
alpina: ascensión al Passo dello Stelvio (Italia), 2.758 metros de
altura
Como en las dos jornadas
precedentes, fue ver la montaña, entrarme el gusanillo y salir
disparado, en vez de esperar a la madrugada. El parte meteorológico
anunciaba fuertes tormentas, pero el dueño del hotel, un ciclista de
toda la vida, donde estaba alojado dijo que no caería una gota. Le
hice caso y comencé la subida a primeras horas de la tarde, esta vez
con un maillot más cálido (pero no lo suficiente).

A medio camino comenzó a
llover y casi estuve a punto de dar media vuelta por temor a los
rayos que caían, pero decidí proseguir y al poco tiempo amainó,
aunque aumentó el frío y la nubosidad conforme ascendía.

De nuevo, aire gélido
para descender y una pista resbaladiza tanto por la lluvia como por
los regueros que la cruzan.

El año que viene, más,
posiblemente más alto, en la cima de Europa.