2016. Alpes (cuatro cimas)

29 de junio. Primera etapa alpina: ascensión a la Bonette (Francia), 2.808 metros de altura


Llevaba un año con la espina clavada. En julio de 2015 atravesé los Alpes franceses en bicicleta, pero las dos primeras etapas, las cimas de la Bonette y el Izoard, se me atragantaron. No me encontraba en condiciones. Desde hacía un mes sufría rampas continuas en las piernas, me encontraba muy debilitado tras una gastroenteritis e incluso tenía unos bultos como canicas en las axilas. En los análisis de sangre apareció una infección.
Subí la Bonette como pude, hasta los 2.700 metros, pero decidí no hacer el último kilómetro, una desviación que hay hasta la verdadera cumbre, un desierto de roca negra. Arriba llegué agotado, muerto de frío y mareado debido al mal de montaña, que se siente desde los 2.200 metros de altura. Un eccehomo, vamos. Izoard lo ascendí en condiciones similares, pero las siguientes jornadas, aun no hallándome totalmente recuperado, superé con menos problemas el Galibier, el Iseran, la Madeleine y el Glandon. ¿Cómo? Ni idea. Incluso estaba dispuesto a suspender la ruta en caso de que se repitiera lo sucedido en la Bonette, pero como fui mejorando opté por seguir.
Así que este año tocaba sacarme esa dolorosa espinita, por lo que volví a la Bonette, cuyo ascenso venía recordando, como una pesadilla, desde entonces. Nada más llegar a la falda de la montaña me subí a la bici. En principio tenía previsto ascender la madrugada del día siguiente, pero tenía tantas ganas de borrar el mal gusto que me dejó la experiencia de un año atrás que empecé a pedalear a primeras horas de la tarde.
Subir esas montañas entrenando solo en Ibiza no es fácil: ni la altura es la misma (en la isla no se supera, en carretera, los 300 metros de altitud) ni la pendiente tiene semejante continuidad. En los Alpes, cada ascensión tiene más de 20 kilómetros continuos de ascensión (26 en la Bonette) con pendientes que raramente bajan del 7%. En Ibiza tuve que ingeniármelas para cubrir tramos similares, por ejemplo ascendiendo la misma montaña cuatro o cinco veces seguidas. Aburrido, pero eficaz vistos los resultados. El problema es que hay partes de descanso (las bajadas), de manera que siempre queda la duda de si en el escenario alpino el cuerpo responderá como sería deseable. Este año también tenía la duda de si los cinco kilos que había perdido en los últimos dos meses (por circunstancias sobrevenidas) me restarían fuerzas o impedirían culminar esa ruta. Casi que me vino bien: mi delgadez era extrema, pero volaba en la bici.
Mi cuerpo respondió. Las sensaciones desde el principio fueron totalmente distintas a las de 2015: ni debilidad ni tirones ni dolores, lo que dio paso a una sensación de euforia, algo que hay que contener para dosificar bien las fuerzas. En esas alturas, venirse arriba (nunca mejor dicho) es muy peligroso. Y esta vez ni siquiera sentí el mal de montaña. Subí solo, unicamente me crucé con algunos ciclistas que ya bajaban. Apenas había vehículos, por lo que desde los 2.000 metros de altitud vi numerosas marmotas, a veces pequeñas familias. Y un silencio absoluto.
Recordaba cada tramo de un año atrás. El viento arreció, como en 2015, a partir de los 2.000 metros, cuando no queda rastro del bosque y comienza la montaña pelada, primero alfombrada por pastos, luego roca y tierra desnuda cubierta a veces por blancos neveros. Y cuanto más se asciende, más frío. Con el esfuerzo apenas se siente, salvo cuando el viento da de cara o costado.
Llegué a la primera cumbre de la Bonette en condiciones totalmente distintas a las de 12 meses antes, cuando no tuve más remedio que echarme en el suelo para recuperarme porque temía desvanecerme. Esta vez no paré: continué hacia la segunda meta, un kilómetro más arriba, con una pendiente media del 10% y tramos del 16%. No es fácil completar esos últimos 1.000 metros a esa altura, ya cansado por la ascensión previa y con un frío del carajo. Por la cuneta corre un reguero de agua negra, la que se derrite de la abundante nieve acumulada y que se filtra por ese terreno oscuro. A los 2.808 metros, la cumbre, la más alta que se ha subido en el Tour, y rodeado de nubes pasé al fin página al mal trago del año pasado.
La bajada fue complicada por el frío, cinco grados hasta llegar a los 2.000 metros. Aunque había amarrado un impermeable al cuadro, no era suficiente y las extremidades superiores se me entumecieron. Un mal menor tras el gustazo de haber coronado la Bonette con éxito. Bajé con una sonrisa en la boca por la satisfacción de haber pasado página.

30 de junio. Segunda etapa alpina: ascensión al Agnello (frontera entre Francia e Italia), 2.740 metros de altura
Igual que el primer día, la ansiedad era tal que en vez de esperar a la madrugada del día siguiente me lancé por la tarde a por la siguiente cumbre, el Agnello, de 2.740 metros de altura. Cayó por la mañana una tormenta de aúpa, pero a primeras horas de la tarde despejó, momento en que, vista esa ventana abierta, decidí montar en la bici. “Cuidado que volverá a caer una gorda”, me advirtió un ciclista francés. El valle empezó a oscurecerse en esos momentos y los relámpagos lo cruzaban de lado a lado, como látigos blancos. Justo en la base de la montaña, cuando empieza la escalada, tuve que refugiarme bajo un tejado. Diluvió durante una hora. Pensé que si no paraba, y dada la hora que era, tendría que anular la subida, pero se abrió un claro y lo aproveché para continuar, pese a que aún chispeaba y hacía cada vez más frío: solo llevaba un maillot corto y el impermeable.
Es, de todas las subidas que he completado hasta el momento en los Pirineos y los Alpes, de las más bellas por el paisaje que se atraviesa. Más que una montaña parece un jardín, tapizado por flores de todos los colores y cubierto por un césped propio de un campo de golf.
El tramo más duro es el de los últimos seis kilómetros, sobre todo en las condiciones en las que los cubrí: mucho frío y mucho viento, que zarandeaba la bicicleta cuando, en las curvas de herradura, cambiaba de dirección y daba de cara.
Pero todo ese frío se olvida a un kilómetro de la meta, cuando sabes que lo vas a conseguir, que el reto lo tienes al alcance de unas cuantas pedaladas más y que tu cuerpo responde perfectamente, incluso que el corazón no late desbocado, lo cual no está mal cuando estás a punto de cumplir 52 años. Es una sensación única. Estás a 2.700 metros de altura, totalmente solo, en la frontera entre Francia e Italia, con el imponente Monviso a tiro de piedra, con ráfagas que te podrían tirar montaña abajo, rodeado de nieve, pero absolutamente satisfecho, en plenitud. ¿Por qué merece la pena semejante esfuerzo? Para sentir ese subidón único, esa felicidad que por momentos hace olvidar todas las miserias. Entreno durante todo el año para experimentar esa plenitud.
De nuevo me congelé en la bajada. Al menos, el chubasquero me cubrió de la lluvia, que volvió a arreciar. Subí, como en la Bonette, solo. No me crucé con nadie más en la bajada, quizás porque era demasiado tarde y lo lógico habría sido esperar al día siguiente. Pero yo es que veo una montaña y me vengo arriba. Me creo Eddy Merckx.

2 de julio. Tercera etapa alpina: ascensión al Passo dello Stelvio (Italia), 2.758 metros de altura
Como en las dos jornadas precedentes, fue ver la montaña, entrarme el gusanillo y salir disparado, en vez de esperar a la madrugada. El parte meteorológico anunciaba fuertes tormentas, pero el dueño del hotel, un ciclista de toda la vida, donde estaba alojado dijo que no caería una gota. Le hice caso y comencé la subida a primeras horas de la tarde, esta vez con un maillot más cálido (pero no lo suficiente).
El problema del Stelvio es que lo subes rodeado de centenares de motos de gran cilindrada (que asustan a las marmotas: solo vi una). Es un puerto muy exigente, con una pendiente acusada desde el principio, incluso en las curvas de herradura, que son constantes.
A medio camino comenzó a llover y casi estuve a punto de dar media vuelta por temor a los rayos que caían, pero decidí proseguir y al poco tiempo amainó, aunque aumentó el frío y la nubosidad conforme ascendía.
En un paisaje lunar tapizado por la nieve, recorrí los últimos kilómetros con el cielo nublado y comparando mi estado con el que tenía en 2015: ni dolores ni fatiga, alegre por estar allí (pese a todo) y por ascender con esa facilidad, ligero y con ritmo. La cima Coppi, donde se homenajea al ciclista italiano, estaba copada por motoristas y solo algunos ciclistas. Me sentía tan fuerte (quizás aún rabioso por lo sucedido en julio de 2015) que incluso subí unos cuantos metros más (debo calcularlos, pero creo que unos 50 más, con lo que igualaría a la Bonette) hasta el albergue Tibet, desde donde hay unas vistas estupendas de las cumbres nevadas de los alrededores y no hay un solo motero.
De nuevo, aire gélido para descender y una pista resbaladiza tanto por la lluvia como por los regueros que la cruzan.


3 de julio. Cuarta etapa alpina: ascensión al Passo de Gavia (Italia), 2.652 metros de altura
Este sí lo subí de madrugada, entre otras razones para ver si me libraba de los moteros. En principio era la cumbre más fácil de todas, pero no fue así. Tiene 10 kilómetros intermedios terroríficos, con unas pendientes que rondan el 10% de media y que llegan a picos del 15% en algunos tramos. Es muy intenso durante muchos kilómetros, algo que no aparece reflejado en las altimetrías que había consultado e incluso en la que yo mismo había hecho en Openrunner. Eso sí, el paisaje compensa el sufrimiento.
Es una ascensión tan bella como la del Agnello, sobre todo los kilómetros finales, donde hay un lago que, a esas fechas, tenía aún una capa superficial helada. Fue el único día que no llovió ni hizo demasiado frío, ni siquiera en el descenso.
El año que viene, más, posiblemente más alto, en la cima de Europa.