8
de julio de 2015. Primera etapa: Niza-Jasusiers
La
Bonette fue la última cumbre del Tour que subió Laurent Fignon,
aquel cascarrabias sobre dos ruedas del que en su autobiografía
'Éramos jóvenes e inconscientes' se descubre que sentía y padecía.
Vamos, que tenía un corazoncito. Aquella última ascensión tuvo
lugar en el año 1993: "Me quedé el último durante toda la
subida. Voluntariamente. Con las manos en la parte alta del manillar.
Iba degustando el momento. [...] Subir a 2.700 metros en aquellas
circunstancias me brindaba la ocasión de apreciar, durante largos
minutos de evasión mental, todo lo que había vivido hasta aquel día
encima de la bicicleta. Un intervalo poético. Un fragmento de mí
mismo. Respirado y asumido. A mi cadencia. En plena armonía".
Ese
era el primer reto de mi particular ruta transalpina de 2015, que
empezaba cerca de Niza y acababa en Grenoble tras pasar por algunas
de las cumbres míticas de los Alpes franceses.
Para llegar a la cima de la Bonette tenía
que recorrer unos 60 kilómetros de continua ascensión, sin apenas
descanso: de 100 a unos 2.800 metros de altura. Lo tenía todo
planeado, que para algo había preparado esta
y las siguientes etapas desde hacía un año. La subida era larga
pero factible, sin un exceso de pendiente, sería
al estilo de la última de Fignon: a mi cadencia, en plena armonía.
Poco a poco, pero sin descanso. Sabía qué
tenía que hacer en cada momento y a qué me enfrentaba.
Pero
lo que no tenía previsto es que desde tres semanas antes de comenzar
esa etapa padeciera continuas rampas en las piernas, que tuviera
agarrotados los gemelos y que desde entonces los ganglios de mis
axilas se pusieran como pelotas de golf, alternándose de un brazo a
otro. Un día me tuve que arrastrar desde el trabajo a un
fisioterapeuta apoyado en las paredes, paso a paso, como un
viejecito, con las piernas duras e inflexibles como palos de madera.
Ahora sé que no tendría que haber ido a los Alpes, que tendría que
haber cancelado el proyecto, pero entonces aún creía que se me
pasarían los dolores, que desaparecerían los
ganglios y que la ruta sería tan deliciosa como la que el año
anterior había hecho en los Pirineos.
Pero
no. Me dolió cada pedalada del primer día, desde Carros a Jausiers.
Desde la primera a la última. Y desde el principio me sentí
agotado. Fue una agonía, he de reconocerlo. Al parecer tenía los
glóbulos blancos disparados.
Pero
ya que estaba allí...
Seguramente
fueron los 60 kilómetros más largos de mi vida sobre un par de
ruedas. Y creo que los más solitarios. Apenas vi a nadie en toda la
etapa, especialmente en los últimos 20
kilómetros, con la carretera prácticamente desierta. Ni un alma. La
cabeza gacha en el asfalto, totalmente concentrado en la patética
respuesta de mis gemelos, tanto que incluso en los últimos
kilómetros olvidé repostar agua. El colmo.
A
los dolores en las piernas, al cansancio extremo, se sumó el calor
de los primeros 50 kilómetros. Hay que tener puntería para ir a los
Alpes y que todos y cada uno de los días haya ola de calor. Parecía
que de seguir esas temperaturas se derretirían
los glaciares.
Y
el calor dio paso al frío, al viento y al mareo en medio de un
paraje desolado, sin un solo árbol, y en
el que solo se escuchaban los gritos agudos de las marmotas. Arriba,
cerca de la cima, la carretera pasa en medio de una antigua
prisión para 'forzados' en ruinas, un
lugar que se antoja que debía ser un infierno en ciertas
épocas del año. El viento silbaba con furia en
su única calle.
A
partir de los 2.300 metros de altura empecé a helarme. Iba tan
cansado que las fuertes rachas que empezaron a soplar a esa altura me
tambaleaban. Y encima sentí algo que era desconocido para mí pero
de lo que ya había oído hablar: el mal de
altura, producido por la falta de oxígeno. Qué mareo entre los
2.300 y los 2.700 metros. Cuando llegué a la cumbre,
sobre la que flotaba una lenticular (lo único bello de esa jornada;
bueno, también el entrecotte que me zampé al final), estaba
exhausto, helado y mareado. Busqué refugio en una
pequeña pared de tierra y me senté a un lado, la cabeza
entre las piernas para intentar recuperarme.
Descarté
subir un poco más, un centenar de metros más hasta el picacho, una
carretera corta y sin salida que da la vuelta a la cumbre y que está
situada a 2.802 metros de altura, la mayor cumbre del Tour. Si
ascendía más me iba a dar algo, lo sabía. Estaba aterido, al borde
del colapso (y no exagero) y, lo que era peor, no tenía nada con qué
abrigarme. Iba en mangas cortas y el termómetro
debía marcar allí unos 7 grados como máximo. En cuanto me
recuperé un poco del mareo y pude sentarme en la bici (que me
costó), descendí echando leches, porque
si seguía allí me iba a congelar. Pero en la bajada se me heló
todo: piernas, brazos, manos, cara. Temblaba, pero bajaba en
tromba porque sabía que o llegaba enseguida a una altura en la que
el sol empezara a calentarme o me iba a dar un patatús. Pero volveré
allí arriba.
Llegué
a Jausiers muerto de hambre y de sed (esa es otra, me faltó agua en
los últimos kilómetros antes de la cumbre) y con el temor de que lo
vivido se repitiera al día siguiente, uno de los que con más
ganas preparaba desde hacía tiempo. Un año de preparación para
esto, hay que fastidiarse.
Pendiente
acumulada: 3.000 metros
Distancia:
112 kms
Máxima
altura: 2.700 metros
9
de julio. Segunda etapa: Jausiers-Brianson
Mi
ilusión era ascender el Izoard como Coppi. Allí, el italiano
“suspendió las leyes de la naturaleza” el
10 de junio de 1949. Aquel “fue el
día que derrotó a las montañas”, el
día en que los espectadores “juraron que Coppi flotaba”,
cuenta Ander Izagirre en ‘'Plomo en los bolsillos’.
Es “un intestino de 18 kilómetros que absorbe a los
ciclistas, los va deshaciendo en rectas interminables y los mastica
en curvas de herradura”. Y así es. Lo malo era
que yo ya llegaba masticado. Como la jornada anterior, cada pedalada
era un suplicio. El dolor pasaba de una pierna a la otra, como un
metrónomo, en esa ascensión inmensa, a la que me preparé con
resignación tras culminar el Coll de Vars (2.108 metros de altura,
que no es moco de pavo), que ascendí a primeras horas de la
madrugada sin mucha convicción aunque mejor que la Bonette. Y las
fuerzas me seguían fallando.
Ya
desde las faldas del Izoard comprendí que no iba nada bien y que los
30 kilómetros que me esperaban por delante serían una nueva agonía.
Sobre todo sentía rabia. Un año preparando esta subida para llegar
a ese escenario hecho un trapo.
“Los
grandes campeones deben pasar en solitario por la Casse Déserte”,
dijo Louison Bobet. La Casse Déserte se encuentra a 2.200
metros de altitud. Es un paraje lunar, casi
desértico, donde hay unas caprichosas formaciones geológicas. El
sol pega con fuerza, sobre todo en una nueva jornada de ola de calor.
Poco antes de la cumbre, en un monolito rocoso, se rinde homenaje a
Coppi y Bartali. Solo los ciclistas más viejos paran allí para
recordarles.
Llegué
arriba, a 2.360 metros, agotado, de nuevo mareado por la altura. Al
menos había hollado la cima, pero en qué condiciones. Coppi me
habría dado una colleja.

Pendiente
acumulada: 2.600 metros
Distancia:
91 kms
Máxima
altura: 2.360 metros
10
de julio.Tercera etapa: Brianson-Modane
Al
salir de Brianson hacía un frío que pelaba, cinco grados, según me
comentó un ciclista. La pendiente hasta llegar al Col du Lautaret
(2057 metros), a unos 30 kilómetros de Brianson, es relativamente
suave, pero se hace eterna. Como para el enorme ciervo que encontré
muerto en medio de la carretera, muy voluminoso y, por tanto, un
peligro para la circulación. Comencé como las dos jornadas previas,
con dolores en las piernas en cada pedalada, pero poco a poco me fui
encontrando mejor.
Desde
Lautaret quedan unos ocho kilómetros hasta la cima (la buena) del
Galibier, a 2.642 metros. Empezaba lo duro. ¿Volvería a pasar por
la agonía de los otros dos días? Me temía lo peor, en cuyo caso
daría por acabada la ruta de este año. Si no podía subir con garbo
el Galibier, la cima donde Pantani acabó, bajo la tormenta,
con Ullrich (pero donde el EPO se cobraría
la carrera profesional de 17 ciclistas, incluidos el Pirata y el
alemán), mejor me retiraba.
Descendí
hasta el Telegraph congelado pero contento. Al fin volvía a
disfrutar de la bici, aunque los último kilómetros hasta Modane, en
recta, se me hicieron eternos. Seguía sin estar a tope, pero al
menos habían remitido los dolores.
Pendiente
acumulada: 2.008 metros
Distancia:
90 kms
Máxima
altura: 2.642 metros
12
de julio.Cuarta etapa: Modane-Bourg Saint Maurice

Es
la ascensión con el paisaje más bello (junto al del Galibier),
entre montañas nevadas, por una carretera estrecha, sin un solo
árbol a ambos lados, solo verdes prados. Esta vez llegué a la
cumbre sin que la altura me mareara. Ya me había aclimatado.
Sentí
una gran satisfacción cuando culminé aquella montaña tan alta a
buen ritmo, sin los dolores y el agotamiento de las dos primeras
jornadas. Me sentía pletórico al alcanzar aquella meta. Y helado,
porque enseguida te cala el frío a esas alturas.
Pendiente
acumulada: 2.264 metros
Distancia:
103 kms
Máxima
altura: 2.770 metros
13
de julio. Quinta etapa: Bourg Saint Maurice-La Chambre
La
Madeleine solo tiene 2.000 metros de altura, pero es, sin duda, una
de las cumbres más duras a las que un ciclista se puede enfrentar.
Son 25 kilómetros de durísima ascensión, que pocas veces ofrece
descanso. Los Alpes se diferencian de los Pirineos en algo
fundamental: la distancia. El trayecto desde la base hasta culminar
la montaña es mucho más largo. Te exprime al máximo desde el
principio y llegas a los últimos kilómetros al límite de fuerzas.
Los primeros 13 kilómetros, la media oscila del 7 al 8,5%, pero hay
momentos mucho peores. Luego, tras una suave bajada (de un kilómetro)
comienzan otros 12 kilómetros de ascensión bajo un solazo de
justicia y con medias del 8% al 10,5%.

Pendiente
acumulada: 2.142 metros
Distancia:
65 kms
Máxima
altura: 2.000 metros
14
de julio. Sexta etapa: La Chambre-Oz
Los
1.924 metros de altura del Col du Glandon engañan. Los 21 kilómetros
que hay que ascender hasta llegar allí son los más duros que he
conocido, especialmente los dos últimos, al 11%. Los subí casi todo
el rato acompañado de un francés, al que en el tramo final decidí
dejar atrás: ya estaba bien de dosificar fuerzas; los últimos
kilómetros de la ruta debían ser a lo grande, como consuelo por los
padecimientos de los dos primeros días. Así que demarré a lo
Perico y le dejé clavado para coronar una de las cimas más hermosas
de la ruta alpina. Atrás quedaban sus 12 primeros kilómetros de
machaque al 7,5% de media, a los que luego siguen tres seguidos al 9%
y el postre de la pared final, una estrecha carretera que se retuerce
hasta la cima. Y desde allí, una subida ligera al 6% hasta el Col de
la Croix de Fer, a 2.067 metros de altura y con unas vistas
sensacionales de todos los picos alpinos.
En
la bajada encontré otra subida inesperada, para acabar en Oz. La
ruta no había sido precisamente un camino de losas amarillas, pero
la había acabado, había alcanzado las cumbres que me había
propuesto, pese a que al comienzo más de una vez había pensado en
tirar la toalla. Sé que pocas cosas en la vida se consiguen sin
sacrificio, aunque en este caso había sido inmenso.
Pendiente acumulada: 1.500 metros
Distancia: 60 kms
Máxima altura: 2.067 metros